martes, 7 de diciembre de 2010

A-política.

Desde pequeño me entusiasmaba la política. Admiraba la profundidad de las palabras que no entendía y la forma de decirlas, las ganas de convencer, la puesta en escena... En mi pre adolescencia empecé por el principio, leyendo filosofía. Platón me aburría, y el resto parecían unos engañabobos que basaban la explicación de la realidad en productos abstractos nada realistas. Pero llegó Nietzsche.
Su lenguaje era diferente, más directo, más violento y a la vez puro e inteligente sin perder la sensibilidad. Él me describió una realidad muy cruda, a priori tenebrosa, pero nada más lejos. Cualquier otra forma de sobrellevar la propia existencia me parecía un cuento a partir de él, pero la política seguía siendo un enigma para mi. Mi disconformidad con el sistema era evidente, pero la herramienta y el medio para mejorarlo me daba que era el conocimiento aplicado a la política. Hoy pienso que esto no es así. La política ahora es un juego de niños grandes que eligen un equipo y deben ganar a toda costa, independientemente de si el árbitro se equivoca o si el terreno de juego está en malas condiciones.

Entré en la carrera de Ciencias Políticas. No perdía la esperanza de encontrar un ambiente sano y poder hacer política sin faltar a mis principios ni a mi ideal de justicia. El primer año ya vi que el diálogo, el debate y la creatividad no eran valores prioritarios, si no aprenderse al dedillo lo que nos ha llevado a lo que tenemos, teorizar sobre papel mojado, en eso consistía la universidad. Esperaba encontrarme con un montón de compañeros inconformistas entusiasmados por aniquilar la maquinaria que por resultado nos daba nuestra insostenible realidad, pero no. La mayoría estaban allí para formar parte del engranaje que nos destruía, no lo entendía, ese comportamiento me hacía venirme abajo. Se alababan todos los principios liberales, nunca escuché cuestionarse el sistema económico. Dos años fueron suficientes para dejar la carrera y no retomarla jamás. Ahora me tocaba reflexionar.

Existen varios errores que habría que corregir para que la universidad diese lugar a ese entusiasmo colectivo. La incultura es notable en la universidad, llegué a conocer a personas en la carrera que, sin suspender, en cinco años de carrera presumían de no haberse leído nunca un libro. Me daba vergüenza estar rodeado de tanto conformista, de niños sin libertad que prescinden de la cultura. Vivimos en una era en la que no es más inteligente el que más memoriza, si no el que mejor selecciona la información, y ese será el más libre, pues la libertad es conocimiento y el conocimiento es, actualmente, la capacidad de seleccionar y comprender la mejor información.

A veces me entran ganas de mandar a la mierda a todo aquel imbécil que teniendo la suerte de ser una persona inteligente adopta una actitud pasiva o contemplativa sin entusiasmo alguno por modificar diferentes realidades sociales injustas. Y bueno, la peor parte se la llevan las asociaciones u organizaciones que se supone apoyan unos principios compartidos y justos, pero que bien por inmadurez, poca preparación o radicalización acaban por invertir las prioridades y se equivocan constantemente. De esta forma acaban perdiendo el atractivo para nuevos miembros y corrompidos, posiblemente por la naturaleza de los principios económicos que "sustentan" nuestra sociedad.

Igual ser apolítico no era tan descerebrado.